
Hoy, que comienza el curso, es ocasión idónea para reflexionar sobre la escuela. Estos días hemos escuchado hablar de ella con profusión: la escuela y la gripe, la escuela y los libros gratuitos. Sobre este asunto el PSOE, incluso, se ha puesto a mitinear por el país adelante.
Sin embargo, apenas hemos hablado de la escuela y su fundamento: la educación.
Yo creo que no van demasiado bien las cosas. Los chavales crecen en un mundo que se ha edificado sobre un único valor absoluto: el dinero. Las humanidades, y todo lo cercano al espíritu, se diluyen en las leyes (¿cómo es posible que nuestros políticos no consensúen, ni siquiera, la ley de educación?) y en las preferencias de la sociedad. Lo que triunfa es lo que no cuesta ningún tipo de esfuerzo: por eso, en literatura, se vende la basura que se vende. Facilidad y felicidad parecen la misma cosa. La disciplina en el aula es una quimera. Reitero: el esfuerzo no cotiza al alza. Se llega a la universidad con faltas de ortografía, sin conocer a los clásicos, sin un mínimo acercamiento al pensamiento o la filosofía... pero con una gran pericia informática. Los chavales juegan en pantallas, no en los parques, y piensan que sus amigos son letras escritas en el Messenger.
El Gobierno regala ordenadores y nadie lo cuestiona: parece la panacea. En algunos países, como Estados Unidos, están reconsiderando los ordenadores en clase: parece que fomentan la pasividad y el aislamiento. Pero de todo ello no hablamos. Seguimos con nuestra gripe y nuestros libros gratuitos. ¿Y la educación? ¿Qué hemos hecho con ella?
LA VOZ